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El espíritu del enunciado

La historia de Euskadi es la historia de la violencia de palabra que deviene una violencia de obra, una violencia de hecho que devendría una violencia de derecho, nacida sobre un suelo religioso, crecida bajo un clima moral y madurada bajo un cielo político: la violencia de obra, como la de derecho, aunque más difícil y arriesgada, pues necesita un día muy claro para decantarse, presenta múltiples rostros y, aunque en todos refleje la muerte -la del otro-, solamente en el último la contempla cara a cara: además de una muerte figurada y simbólica, es ya a la vez una muerte física y real provocada por el espíritu que le es común a todas --un espíritu puro, íntegro, neto: la patria es un todo, pero está sojuzgada y hay que liberarla (la violencia es la de una cirugía dolorosa pero inevitable que, para eliminar la enfermedad y restaurar la salud, ha de cortar por lo sano, aunque a veces corte poco a poco en sucesivas y cada vez más penetrantes e incisivas operaciones realizadas sin prisa pero sin pausa, a veces), está fragmentada pero hay que unificarla, está dividida y hay que soldarla (y ya es el momento -ideal- de hacerlo con sangre: un pacto definitivo, una comunión sagrada, la revelación de las revelaciones). La vida de uno es la muerte de otro, y hay que entender las palabras al pie de la letra: ahora bien, el uno es el que es y revive, renace, resucita: es la resurrección tras el sacrificio, la resurrección de siempre tras un sacrificio como nunca. Por fin el sacrificio ajeno y la resurrección propia: por una vez los leones son los cristianos, y quienes van a morir romanos (no nos respetan, pero aprenderán a hacerlo: hasta aquí hemos llegado --palabras: uno que habla en primera persona del plural, con un enunciado de nosotros y ellos, ellos los malvados y nosotros los benditos, la negatividad en ellos, la positividad en nosotros, incluso la que ellos habrían de descubrir en sí mismos). Es el tiempo -nuevo- de la revolución, que comprime todo el tiempo en un momento dado y lo hace explotar de pronto con toda su fuerza acumulada, siglos que revientan en un solo golpe, en un único día. Esta historia no ha terminado, apenas ha mostrado sus comienzos, y tampoco lo hará si no le acompaña el fin de la violencia de palabra, de idea, de concepto: pero puede asegurarse sin temor a yerro que la continuación de la historia de la violencia de hecho puede acabar con la la historia de la democracia en el nacionalismo en Euskadi, y con el propio nacionalismo democrático. Por este motivo hablar de la proximidad o inminencia de un final de las muertes sin resaltar el final, por decirlo de algún modo, de los insultos (la violencia que adopta la política a veces enmascarada bajo el lenguaje) es mentir con todas las letras: la muerte está íntimamente unida a la violencia de la identidad, la unidad y la homogeneidad, y no hay manera de separar una de otras --ni siquiera de apartar lo civil de lo militar, es decir, lo imaginario de lo material. En estas condiciones la pluralidad, la heterogeneidad y la diferencialidad no dejan de ser una mera mención que reaparece de tarde en tarde, posiblemente por los avatares por los que pasan las luchas entre los distintos tipos y grados de violencia, para la cual, sin duda, representan lo desintegrador frente a lo puro, lo sucio frente a lo íntegro y lo partido frente a lo entero: es decir, la democracia. 

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