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El prójimo vive en el Polo

Todo lo que no comprendemos, lo destruimos (una forma de destrucción es desvirtuarlo): ¿por qué, pues, la acusación, la culpa y la condena? ¿Por qué, pues, su poder? La causa de esta desgracia que no abandona a la humanidad es la ignorancia --o incluso ni siquiera: es más bien el temor natural y el más artificial rechazo a lo desconocido. El desconocido vive con nosotros, está a nuestro lado, es nuestro semejante y, sin embargo, qué extraño, qué lejano, qué distinto nos resulta: es, con todas las letras, el otro. El prójimo, en realidad, vive en el Polo, entre él y nosotros hay un mundo, un abismo para salvar el cual no siempre hay mediadores (en realidad cada vez los hay menos: desaparecieron todos juntos). La atracción casi irresistible por lo idéntico es el signo distintivo de nuestra cultura (de nuestra incultura), lo que atestigüa el vigor del miedo a lo que difiere (¿y qué no difiere al fin y al cabo?), la imposibilidad de convivir con lo desemejante, incluso con lo que no ha sido reducido según la ley de la identidad a un modelo de conducta, creación y conocimiento. Miedo es miedo a uno mismo, el temor incluso a lo que nunca está demasiado atado, el valor del sumiso (el sujeto) que sin embargo vive siempre inquieto y movedizo, preso paradójico de la libertad a la que nunca maniata del todo. ¡Qué habrá en uno en el fondo, qué agitación, qué turbulencia, qué alboroto! Pero es el miedo el que suspende la aventura, la aborta antes de emprenderla: el aborto, el diablo, la bestia es el nombre que recibe el desconocido (sin duda uno que brinca y salta sobre todas las cosas) que va a ser atacado con todas las fuerzas que acopie el terror, un valor que invierte muchas energías en tratar (a su modo)  lo uno y lo otro. ¿Quién es quién, en suma?

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