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Que sean políticos los sexualmente más potentes

En la vida pública actual pesa infinitamente más el deseo de poder que el sentido de la vergüenza (no digamos ya el ansia de libertad, que debe de ser un ansia especialmente insana y peligrosa y, en cualquier caso, la voluntad de poder la vigila estrechamente), pero es que el deseo de poder no es puro: está contaminado por la muerte, un apetito que devora el anhelo de la verdad (¡ay!) e incluso el ejercicio de la razón (¿qué?). Pero, sobre todo, hay que hablar del bloque que forman el deseo de poder y el impulso de la muerte (del que el poder del erotismo está excluido: quienes participan de una u otra manera en nuestra vida pública follan poco, no hay más que ver que -a pesar de gozar del poder- matan mucho. Y es que, con el poder y todo, están realmente jodidos), un fenómeno bien visible a través del espejo que utilizan -no siempre tan inocentemente como parece- los medios: la noticia es la muerte (el conflicto, la lucha, el enfrentamiento), pero la noticia es dinero. Tampoco la vida sexual debe de ser en este terreno muy boyante, a no ser que el dinero ocupe el lugar del sexo: en cualquier caso, la profunda crisis en que transcurre la vida pública actual no puede hallar una solución auténtica y definitiva más que en el erotismo en sentido estricto del poder: o gozar y poder (sean políticos quienes resulten más potentes en el aspecto sexual) . Los hombres públicos deben ser tan mundanos como los privados: incluso deberían hacer el amor más y mejor que ellos. Pero la felicidad -su símbolo es la sexualidad- no da dinero, luego no es noticia: o lo es si resulta falsa, máscara de la vida tras la cual alienta aún más terrible (aunque reveladora) la muerte. Tal es la fuerza que hila el poder, la política y los medios, a los que tiñe de un color moral, casto y puro: blanco ideal, amor sublime (o la sublimación e idealización que aún perduran). La serenidad, la armonía e incluso la civilidad son una insulsez para este demasiado chispeante equipo formado por el poder y la muerte, capaz incluso de maldecir y condenar el poder en nombre de una asexualidad (una moralidad) más íntegra (no de la muerte, por supuesto). Mientras tanto, el sexo que practican nuestros hombres públicos es una consecuencia del poder que ejercen, de la fascinación que les procura, no de lo fascinantes que por sí resultan: una práctica meramente funcional que quizá proporciona placer, pero apenas aporta nada. Quizás el sexo con esta carga simbólica en vez de otra (instrumental en vez de capital) es lo que les muere y por lo que matan (no siempre tan simbólicamente como pudiera pensarse).

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