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¿Quién puede querer la guerra?

Las guerras ofensivas son quizá más hipócritas que las defensivas, tanto que pretenden pertenecer a este último tipo de guerras: todas las guerras serían de este modo defensivas y, por tanto, legítimas, pues la cuestión es la legitimidad de la guerra, no su legalidad (las leyes de unos no son las de otros y las leyes de todos no existen). Las guerras defensivas no sólo son hipócritas, sino sobre todo la verdadera hipocresía de la guerra, que tiene el problema de su afirmación (un problema que no resuelve la mentira, pero que la verdad no afronta). ¿Quién puede decir: quiero hacer la guerra? Dirá en cambio me defiendo, incluso si ataco, por medio de la guerra a la que una amenaza me fuerza: la amenaza para la vida, o para la libertad, o para la seguridad, o incluso para la paz. En general es el peligro de la destrucción (de la nación, de la civilización, de la humanidad) el que legitima la guerra que, reiteramos, sigue constituyendo un problema que solamente la victoria eliminará (sin resolverlo): la guerra es muerte, y ¿quién puede querer la muerte? Uno sería un asesino o un suicida, en el mejor de los casos un loco al que nadie tomaría en serio especialmente en un asunto tan grave como la destrucción (aunque también podría ser un loco el que quisiese destruirlo todo), y sobre él caería todo el peso de la ley, la pisiquiatría, la moral. Las guerras legítimas, características de los hipócritas que no solucionan sus problemas, son guerras de salvación, de liberación, que el que las sufre considera ilegítimas y hasta hipócritas (seguramente él tiene sus propias guerras), porque no las quiere: el que las desea es el atacante, pero difícilmente el atacado (la misma terminología lo muestra: el agresor y el agredido), que las desea pero no las afirma tanto como las explica, las justifica, las matiza y, en último extremo, pide disculpas por haberlas emprendido (fue un error, una trampa en que caí, un engaño de que fui víctima, el culpable fue el otro) como si no las hubiera deseado nunca (como si nunca las volviera a desear) porque él tan sólo desearía las guerras legítimas, es decir, las verdaderamente defensivas, las más hipócritas (como el que critica una guerra por ser ofensiva, agresiva, como extrañamente violenta: tal vez ilegítima, pero sin duda menos hipócrita que las otras). La pregunta no es quién quiere hacer la guerra (el pacifismo es relativo, cuando no simplemente una táctica, y cualquiera puede) sino quién puede quererla, hacerla y decirla: matemos, saqueemos, violemos, y, en fin, podamos. ¡Es la guerra y nadie cree ya que sea otra cosa! Hacerla la hace cualquiera (padecerla no es lo mismo), pero... La verdad, en resumidas cuentas, es atacar a uno, que otro defiende, y al revés, pero en silencio y como si no fuera verdad, lo que es fuera lo que no es y lo que no es lo que es. Para cuando alguien deshaga el lío, la guerra ya está hecha y sin duda ganada: aún queda la paz, pero ¿acaso importa? La guerra aterra y el terror es quizás una táctica (el coche homicida, la bomba humana, el avión suicida), de manera que el que lo emplea ocasionalmente dentro de la guerra que lanza es en cierto modo un terrorista, pero no del mismo modo que el que utiliza el terror de forma sistemática, que ni pierde ni gana sino que mata a todo el que respira, en una guerra a la que el terror suplanta, pero tiene en su haber actos de terror (sobre la población, sobre los mismos combatientes, sobre terceros) de una guerra que difiere incluso en lo que propiamente aterroriza: pero el que hace de la muerte la guerra (pues la diferencia es quizá que la guerra mata pero el terror no hace otra cosa: no descansa) y mata por sistema y sin batalla no pretende tanto ganar una guerra que no es suya y sin embargo ha perdido cuanto que el que la ha entablado y ganado no gane a su vez la paz. El terrorismo de quien ha convertido el pavor en su más propio movimiento (y que por renunciar a él no dejaría de ser automáticamente el que es para transformarse en lo contrario: de momento sería todavía el que aspira a realizar sus viejos objetivos con medios renovados, seguramente pacíficos. Pero ¿cómo puede ser pacífica la voluntad de la tiranía? ¿Quizá ganando para sí una paz degradada y terminando con una guerra perdida y una libertad despreciada?) sería de este modo el precio que le haría pagar a la libertad por no someterse a sus dictados. En la guerra el terror por bandera, en la paz la sumisión por el terror. La esclavitud a la que conduce el tirano es la falta de orgullo, dignidad y amor propio de la población: y es tan estratégica como la libertad. Porque ¿qué es la libertad?

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