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Adiós a Juan y José y Lola y María

Bajo la aparición del genérico -el hombre, la mujer, que nadie conoce pero no importa (esta ignorancia esencial y necesaria es la base del incesante e imposible debate), pues es lo único que son y podrán ser unos y lo único que son y deberán ser otros, disguste a quien disguste- desaparece el específico -Juan, María, José, Lola-: ¿es tal vez lo pretendido? Sin duda es lo logrado, y con un efecto curioso y descarado: para el padre de esta operación de doble cara no cuenta quién es quién, no le interesa en absoluto, pues le sirve cualquiera que acepte servir a sus propósitos, de modo que el servidor y para serlo perderá una especificidad al parecer poco valiosa y recomendable para ganar a cambio la generalidad más que prescrita que acaba de recibir el valor en curso. Lo que por su parte obtiene el padre es, además de una aureola de imparcialidad y justicia, el ser querido, amado y deseado: reconocido como el elegido e identificado como el esperado. No es lo mismo Juan que María, ni siquiera María que Lola, pero, si lo que vale es ser hombre o mujer, ¿qué importa incluso si son Lola y María? En realidad no son quienes son, pues son nada más y nada menos que mujeres, y han perdido el nombre propio -la singularidad- para ganar el genérico: no son nadie y, sin embargo, han alcanzado la universalidad al no serlo. Reducidas a su sexo, desaparecidas bajo su feminidad, Lola y María van a conquistar el mundo: papá está encantado, sus hijas son inocentes y buenas, pero esta vez no permitirán que nadie las humille y someta de nuevo (de ahí lo bueno de la intolerancia). Hay que estar en guardia, pues existe el hombre, que es como es y pocas veces puede remediarlo, y es capaz de seguir atacando a la mujer (tan sólo el amor de padre lo podrá evitar) bajo la fácil coartada de defender el nombre propio: tened mucho cuidado, Lola y María, de que por ser mujer no os quieran como os quiere papá, para el que todos, hombres y mujeres, Juan y José y Lola y María, son iguales (no es que le valgan todos, es que a todos los que valen los reduce al valor de cualquiera: una verdadera eliminación de las diferencias, no entre los hombres y las mujeres, sino de los hombres y las mujeres en sí, que ya no son unos, otros y otros más, sino el mismo y, si no lo fueran, llegarían a serlo ante el temor a ser excluidos de la comunidad humana por trogloditas). Ojo con Juan y José, que serán quienes sean pero son hombres y sin duda no serán otra cosa (las diferencias han sido juzgadas): Juan y José deben ser borrados, pues a partir de este momento de reparación de todo lo que ha sido históricamente dañado no podrá triunfar más que la mujer tachada y difuminada bajo su nuevo y cegador género (si la mujer es una cualquiera que ha engañado a su marido y mentido a sus hijos, más motivo aún para exaltarla: en todo caso el antivalor atribuido al hombre la justificará con creces, pues estamos en presencia de singularidades inversas y volteadas. El hombre no es más que este sin nombre alzado sobre su sexo). El benefactor de la humanidad ha vuelto, pero esta vez (aunque es él, o sea, el único con derecho a ser llamado por su nombre, y hasta glorificado por sus hechos) es plenamente humano. El hechicero y el hechizado.

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