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Ya habrá un noruego entre nosotros

La guerra civil española es un estado de ánimo omnipresente en el país que se produce porque entre los naturales corre un exceso de sangre y un defecto de hielo: la sangre se nos sube a la cabeza y nos hiela el corazón, el hielo se nos queda en el congelador y nos quema las manos. ¿Quién enfriará los ánimos de los españoles cuando lo que se ama en esta tierra es el calor e incluso el fuego? ¿Hay entre nosotros algún sueco que se precie? ¿Algún vasco, algún catalán, algún gallego? ¿Quizás algún andaluz? En este sentido, por más que se busque resulta muy difícil hallar una diferencia entre el centro y la periferia: el país es todo uno y en él se nos calienta la boca con igual o parecida intensidad en el norte que en el sur, en el este que en el oeste. Porque, la verdad sea dicha, lo que fascina y entusiasma al español es incendiar los ánimos sin que le preocupe demasiado si lo que se sigue de este incendio es la guerra que se tendrá que ocupar de apagar un noruego: ya habrá alguno, se piensa, entre tantas naciones y regiones como hay en la península y, si no lo hubiera, pues mejor que mejor: del fuego a las llamas de una vez por todas, que por alguna razón somos españoles y no suizos y no nos podemos ver ni en pintura, ni siquiera en este cuadro de una serenidad y quietud inusuales frente a las cuales ya se nos está agotando la paciencia, pues nos retrata como si fuéramos ingleses. No hay nada para la salud del cuerpo ni para la del alma como un buena pelea en la que gastar toda la sangre que se nos acumula en la cabeza y se vierte por fin al ruedo, pues evidentemente sobra y el exceso no es bueno: gracias a la guerra se regulariza el caudal sanguíneo y hasta la temperatura corporal se normaliza. ¿Qué importa que se pierda el corazón por el camino?  Ya se hallaba suficientemente frío y nadie lo va a echar en falta en adelante: no tener corazón por expresa renuncia a él es una de las medidas que se le exigen aquí al valiente. La otra es no tener cabeza, pero es la primera que se cumple y, sin embargo, no se nota en absoluto la pérdida: se vive mejor de un violento golpón de sangre, sin sentir y sin pensar en nada ni en nadie. ¿Acaso se trataría de mantener la cabeza fría y el corazón caliente? Quizás alguien los mantenga y no se halle incendiando el paisaje, pero es más probable lo contrario y que se trate de un rasgo de carácter, una especie de nacionalismo común a todos los nacionalismos que pueblan la quemada y en un futuro próximo seguramente prohibida piel de toro, y no haya que ver un odioso defecto en la alegría que se apodera del español cuando percibe el mal ajeno sino la exaltación lógica que de pronto le invade cuando conoce la derrota del enemigo en que para él se ha convertido su paisano: es una moral de guerra la que se corresponde con nuestra naturaleza agreste y salvaje a la que se añade un poco de leña por si no hubiera fuego bastante. La moral tradicional asume esta misión de enviar a patadas al adversario al infierno en que por su maldad natural se consumirá en las llamas eternas, pues para un español el otro es un malvado que no se merece más que la guerra de exterminio: naturalmente, es este belicoso estado de ánimo el responsable de que se transforme en idéntico al amigo y al enemigo en diferente, con lo cual hasta una moral honesta y sincera se ve condenada a perecer o servir a la causa de la guerra, lo que le arrastraría a perecer dos ves y definitivamente, y en absoluto la bondad o maldad del paisanaje, que es posterior y consecuencia del ánimo con que se le afronta: una obnubilación no siempre parcial de las neuronas a causa de la cual se juzga al que difiere simplemente como extraño y peligroso y al amigo nada más y nada menos que como a nuestro más cercano y consolador doble, motivo por el cual nos encontramos habitualmente privados de auténticos amigos, pues en su lugar colocamos a los fieles y leales que se nos han de parecer por fuerza. Porque lo más curioso y llamativo del país es que en él en realidad nadie conoce a nadie, y se trata de una consecuencia obligada y en absoluto artificial, pues ¿con qué lo podría hacer un tipo que se ha descabezado para los restos? Pues bien, a falta de cerebro lo hará con los puños, con los que se dilucidará la única cuestión verdadera e importante: si se trata de un luchador genuino o de otra cosa, en cuyo caso será siempre y en el mejor de los supuestos un desconocido. ¿Acaso no es un despreciable cobarde que además da que pensar el que no se pega con otro? Incluso se insinúa aquí una sospecha: ¿se sabe del algún danés que no sea en el fondo un vikingo? Pues se ve tan raro como un español que no es un guerrillero, es decir, un español que no es un español. El pueblo español, cuando se halla formado básicamente por sus nacionales de todas sus naciones y regiones, ama la guerra y, si no se pega con cualquier extranjero, se pegan unos contra otros sin más necesidad de una causa que de este amor a la guerra que es la auténtica causa de los habitantes de las tierras hispanas, y, si no se pega contra sí mismo, es porque ya se puede asegurar que el pueblo español no existe: se halla constituido casi exclusivamente por escandinavos. Los españoles no se matan unos a otros en su eterna guerra civil patria más que cuando ya no son españoles: vascos, andaluces, castellanos, murcianos, catalanes y demás. Cuando se vuelven no españoles, pero sin creer que por esta evolución cada nación y región de las que integran y descomponen España se ha de volver como más suya, más hacia dentro, más ensimismada: si el europeo es la única posibilidad real y cierta de que el español se salve de sí mismo, también es la única de que el vasco, el catalán y el gallego no se pierdan. Ni el español menos español del mundo se libra de la nacionalidad que lo quieran o lo dejen de querer los incendia a todos sin convertirse en un belga: no parece ser el caso ni el centro ni en la periferia. 

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