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Un problema de los dirigentes o una revolución en la élite

En la guerra hay que fomentar la victoria... ¿o la muerte? Es decir, ¿el espíritu de victoria o el ansia de muerte? Unos dirigentes promueven en los suyos el valor, la audacia, la agresividad, la anticipación, la fortaleza, la resistencia, la creatividad, el talento, la sorpresa, el ingenio, la improvisación, la osadía, el ingenio y la acción: en cambio otros promocionan también entre los suyos la cobardía, el temor, el resentimiento, la violencia, la traición, la venganza, la inquina, el odio, la rabia y la reacción. La diferencia es estimable incluso en un fenómeno tan torpemente identificado como la guerra: la victoria de los míos sobre los tuyos o la muerte de los tuyos aunque los míos pierdan (en general son los perdedores quienes pretenden confundir la guerra con la muerte física y moral del enemigo). Las guerras de unos son guerras de aniquilación y exterminio en las que no hay más victoria que la muerte, un morir matando, un perder asesinando: el otro ha de morir, no uno ha de vencer. Unos dirigentes tienen guerreros, otros tienen asesinos: estos últimos dicen que la guerra es el crimen, el asesinato, la muerte, y matan con plena buena conciencia. Porque, además, ¿quién les dice nada? Entre los dirigentes, y aunque parezca increíble, hay mucho perdedor, es decir, mucho resentido, por tanto, mucho violento que más que vencer él desea humillar y agredir al otro: a veces él mismo lo hace, aunque más frecuentemente perpetre este atentado a través de uno de los suyos al que luego él expulsa de su lado incluso como si no le conociera de nada. No sólo es uno de los suyos, incluso él ha hecho que sea como es: un asesino, no un guerrero. Es decir, un agresor del otro equipo, no un aficionado del nuestro: pero es que a veces nuestro equipo no es más que el de los agresores del otro. En el estadio no hay más muertos no porque el perdedor no lo quiera, pero si los triunfadores siguen sin distinguir nada los habrá sin duda: hay entre ellos muchos falsos ganadores que son su vergüenza y serán su ruina. Es un problema de los dirigentes, no sólo de los deportivos. Quienes fueran capaces de gritar con discernimiento: sí a la guerra, no a la violencia, lo tendrían claro y todos podríamos acudir al estadio a disfrutar de una buena pelea, de un buen partido: una revolución en la élite

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