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El lío hombre

Los hombres mueren y desaparecen, las mujeres desaparecen y viven: es la única manera en que un desaparecido vuelva a aparecer un día --en estos asuntos hemos de ser más prácticos que en cualesquiera otros, pues son asuntos de espíritus, de fantasmas, de aparecidos. Pero ¿qué son los vivos? ¿Acaso los vivos a diferencia de los muertos no poseen alma? La mujer es una aparecida, pero el hombre es como un desaparecido -un muerto- al que nadie echará en falta porque estaba peor que sin vida: estaba efectivamente vivo pero en realidad como si no lo hubiera estado, pues es como el bulto que luego sería y el único problema que acabaría suscitando es cómo desprenderse de él sin dejar rastro, un sentimiento verdaderamente de pesar para los suyos. Ya veis, el ser que es el que es, simplemente no era: estaba ahí sentado en mitad del espacio, mandando sin que nadie le obedeciera, y cuando más tarde aparece tumbado sin saber cómo ni por qué junto a su preocupada pareja en la horizontal de la cama, ha de mandar sobre sí mismo con urgencia pues está en apuros y ni el cuerpo le responde --tampoco en este plano la naturaleza deja de mostrarse con él rebelde, descontrolada y esquiva. No hemos visto más movimientos de este vivo cuyo último viaje mientras vivía lo conocemos de oídas -un viaje equivocado al interior de la cocina-, pero parece ser que no sólo no era, sino que además era un negado: el pobre estaba en manos de sus más bajos e insatisfechos instintos, precisamente en el lugar doméstico en que corría un afilado peligro hasta su vida. Comprendemos sin embargo que nadie le compadezca, pues a pesar de sus violencias -las que comete y las que sufre- no es nadie: ¿qué podemos esperar de la contemplación de un desaparecido? Con lo que hemos visto nos basta -quizá sea incluso demasiado-, pero tampoco es preciso que aparezca más en pantalla: somos capaces de pensar por nosotros mismos en el muy cerdo --y en el día de la matanza en que él será lógicamente la víctima. Los malos van muy bien para muertos: matar al cerdo es la otra cara de matar a la zorra, en rústico pero en macho o en masculino. El hombre no es nada, pero ay de las mujeres... Las mujeres de Almodóvar no son tan singulares como parece, ocurre sencillamente que son mujeres -un valor en alza- y saben arreglárselas en la vida por sí solas incluso con un peso a las espaldas, el que entierran juntas y en compañía pese a que el homicidio haya sido individual y solitario, pues en el fondo es como si la autoría del hecho fuera colectiva y general e implicara a todas las mujeres y todas estuvieran en el lío: el lío padre o, más correctamente, el lío hombre --la muerte del hombre ha sido sin embargo un accidente: la hija, que no era la hija, no quería matar a su padre, que no era su padre sino quien decía ser en el fondo: el hombre de su madre, que es su madre pero todavía no le ha descubierto a la hija quién es su verdadero padre, una vez que el acontecimiento de la muerte le ha permitido revelarle quién era el falso: el hombre que, creyéndole su padre, la hubiera violado de no haberse defendido de lo que la niña creía un sorprendente y poco esperado incesto con un cuchillo grande en la mano y un homicidio involuntario en la inconsciencia. Las mujeres mienten, ocultan la verdad bajo la falda, pero la verdad es la muerte y si no mintieran morirían por lo menos de miedo --por lo demás, las mujeres son las únicas capaces de estar en la verdad, en el secreto: la única filiación segura que conocemos. La mentira es la hija natural -pero obligada- del deseo de conservar una vida amenazada por el peligro de la muerte que le sobrevendría si surgiese la verdad y pariese su criatura: la mujer ha matado al hombre, y el que mata debe morir aunque esta vez el verdugo sea una mujer y la víctima un hombre. ¿Un hombre? Ya lo hemos visto, un tipo feo, vulgar y borrachuzo que no sirve más que para muerto: el asqueroso folla por no masturbarse, pero si no folla no importa --no tiene una mujer pero tiene una mano: hay que suponer que es con la que hace el amor consigo mismo. ¿Qué hay de extraño en que sufra un accidente, cuando toda su vida ha carecido de sustancia? ¿Es que las erecciones no son a veces tan involuntarias como los homicidios? Pero vamos a asistir a la revelación también de palabra de un verdadero crimen, un asesinato que ha hecho historia, vida y sociedad, y, sin embargo, no aparece por ninguna parte, pues está en la médula de los huesos de la gente --en efecto, hay un secreto oculto en el alma de todos: el padre de la madre de la chica y la madre de una vecina de toda la vida de la familia eran amantes o, como suele decirse entre nosotros, estaban liados, y los dos murieron, aunque todo el pueblo prefirió creer que los muertos en el reparador incendio provocado fueron el marido y la mujer -o sea, los abuelos de la joven: la familia es un lío-: la mujer que mató a su marido junto a su amante misteriosamente desaparecida tras el fuego. Sucede lo mismo más tarde, cuando la hija de la hija de la madre de la casa mata a un inocente, porque el auténtico canalla era su padre, que era el padre de su madre, de tal modo que su madre es a la vez su hermana: en cualquier caso, hombre como es, mejor está muerto o, al menos, desaparecido -por un momento tememos que la truculencia desemboque en el canibalismo, pero sin duda la carne del hombre no sirve de alimento, quizá porque es carne de infiel, de violador y de incestuoso-, porque si no hay cadáver no hay nada y la vida es de este modo más segura, la verdad es un embrollo que no hay manera de desembrollar, pues la mentira es más fuerte, como al fin y al cabo es más fuerte la vida que la muerte. La verdad mata si llega a hacerse pública, pero es el secreto que queda entre nosotros por el cual vivimos y somos quienes somos: pura mentira como todos, pues lo que hay que hacer aquí es no contar nada, nuestra vida es para nosotros y acaso para los nuestros, debemos ser en público como cualquier otro. Lo singular en Almodóvar no son las mujeres -sujetas como antaño al qué dirán del pueblo- sino las películas: un cine negro a la inversa, un canto a la dulce y secreta asesina del pueblo, que mostraría y a la vez reclamaría la complicidad de todos, mujeres y también hombres, a los que haría partícipes de la necesidad y hasta la bondad de la violencia que surge de las entrañas de la tierra para envolverse en el manto de la noche en que cada uno encuentra el oscuro y poderoso sol de sus días. El uno brilla como una aparición en medio de la oscuridad en la que la mujer ha desaparecido, pero no hay tal misterio, porque por supuesto los muertos están muertos, pero entre los vivos unos están demasiado vivos y otros lo estarán sin duda: todos callan -viven- como muertos y, sin embargo, tienen un vivo en lo más profundo de sus casas, que son sus almas: y este vivo como inscrito en sus células, al menos en sus células y genes morales, no es otro que el homicida, el apasionado y arrebatado criminal que crea la historia de su familia y de su pueblo, porque no sólo no paga por la muerte que da -nadie entiende el hecho como un delito susceptible de denuncia-, sino que recibe de los suyos el mayor pago que cabe esperar de alguien: el amor, por no citar al respeto. Ya sabemos cada uno de nosotros quiénes somos, ya podemos identificarnos sin problema y reconocernos unos a otros sin engaño --vivimos un mundo, porque ya no es tan sólo un pueblo, paralelo a la ley, extraño a la justicia, refractario a la verdad, como un paraje silencioso, clandestino y opaco, habitado por unos pocos que son los amos y tienen las claves de lo que pasa en esta república que existe dentro de la república o, mejor dicho, en este agüjero negro en su núcleo duro, en su centro ciego, sin jueces ni policías ni periodistas. En el reino de la publicidad, donde todo es ya archisabido: los amores prohibidos, incestuosos, asesinos, cuando la cosa pública es más pública que nunca -tanto como una mujer de la vida que hubiera perdido toda clase de vergüenzas-, he ahí un lugar perdido que permanece ajeno al tiempo como un espacio intemporal y pretendidamente eterno que conserva con celo sus propias reglas y su modo de vida: ni siquiera un secreto, sino el verdadero y genuino otro mundo en este, que no está en los cielos sino en un confín cualquiera de la tierra elevado por arte de magia al conocimiento del mundo: más exactamente, en un lugar de La Mancha cuyo nombre viene en la película. Id y mirad, hijos míos, porque todos venimos de ahí, ahí nacen nuestras raíces, ahí crece nuestro campo: el que siempre nos acompaña, el que va con nosotros a donde nosotros vamos -aunque en la ciudad nos olvidemos y no recordemos quiénes en verdad somos- y sigue estando ahí fuera hasta que la muerte disponga lo contrario: un fuera que le está vedado a la entrometida e indeseable república de los otros, precisamente porque es el adentro de todos los afueras. La aparecida vuelve a desaparecer tras el portón de casa: el secreto sigue a buen recaudo, el truco -mejor que el misterio- continúa a resguardo... Alguien nos relatará los hechos, el relatador que nos los relate no podrá ser otro que el que viva en el centro de la tierra del enigma, por mejor dicho del lío que nos desvela la identidad profunda sobre la que creemos ya no podrá volver a construirse ninguna otra historia: Pedro Almododóvar presenta...   

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