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¡Quién pudiera ser el tramposo!

Pues bien, ¿quién es el campeón? ¿El mejor de los jugadores o el más tramposo? Por lo demás, ¿existe o ha existido alguna vez una autoridad superior y externa a la procedente del mismo juego? ¿La autoridad es la del jugador o la de una ley que no tiene mucho que ver con la que surge de la autoridad de los jugadores con sus más y sus menos, sus mejores y sus peores en juego? Pero ¿quién es, quién puede ser el tramposo? La trampa es arriesgada, precisa de cierto tipo de valor y confianza para decidirse a armarla, como si cierta clase de ley la protegiera, cuando no la fomentara, o al menos la tolerase: quizá no puede darle nombre y rostro -y finalmente, tras su desenmascaramiento, pues aquí la cara no es más que un préstamo ofrecido a la máscara, ser su apestado- sino el jugador que, ayudado por la trampa, alcanza unas posibilidades de ser el mejor que de otro modo no alcanzaría. Por este motivo el tramposo no puede ser, por sí solo, muy malo como jugador: ha de aproximarse lo bastante al mejor o los mejores y, aunque sin serlo, ha de confundirse con estos sus distintos y esta vez ciertamente sus superiores. Pero los campeones ¿no han caído ya todos bajo la sospecha de ser de los que no resultaban tan buenos como para no ser ayudados por la pequeña trampa que les volvía los mejores? ¿Acaso la diferencia no la originaba un medio que el juego no podía producir sino sometiéndose a él y creándola en falso, de modo negativo, como concediendo la razón a quienes descreen de la verdad del juego y de los jugadores: todos son unos tramposos, y los más tramposos los mejores, es decir, los diferentes y superiores al resto de posibles verdaderos jugadores? No hay juego limpio, es cierto, sino que sin limpieza no hay en absoluto juego: por esta razón privarle al juego de sus elementos de violencia, de sus instrumentos de terror, de sus armas de selección, supone poner a la trampa en lugar del juego: obligar a los jugadores a abandonar o corromperse, es decir, dejar de ser jugadores para transformarse en tramposos. Aquellos que fueron jugadores para quienes ya todo vale para ganar, pero para ganar vale siempre lo mismo: no el juego sino la trampa no sólo con su suciedad sino también con su tedio y su monotonía y su tristeza. Porque con la limpieza del juego no ganan nunca, aunque no muriesen tan pronto: serían unos jugadores más que acaso ganasen unas veces y sin duda perdieran otras más, pero ya no serían los campeones que el interés del espectáculo y del negocio demanda y acaso ofrece. Estamos en presencia de una creencia y una cultura, quizá de una vasta corrupción universal vestida de lujo: la del no jugador, la del dios máquina de ganar siempre. Pero siempre gana el mismo: el mismo tramposo, el mismo no jugador que rompe todas las marcas y bate todos los records. Porque no hay juego para él, que él no lo gane: ganar, no jugador, son aquí las palabras reseñables --pero unas palabras sobre el juego, saliéndonos por un momento de la actualidad de días, semanas y años: verdaderamente el juego no obedece a una ley que lo regule, la ley es para quien no sabe jugar: para quien falta al juego por perder y por ganar. Pero jugar es la única manera de volver a jugar: no hay mayor premio que ser acreedor a este verbo sustantivo. La  ley es el juego, pero la trampa que lo falsea está en otorgar juego a quien no lo tiene, para lo cual necesita a la ley que lo introduzca en lo que ya es un sucedáneo: incluso, sin ser un jugador, puede volver a jugar infinidad de veces. Porque, para el auténtico jugador, hay un castigo peor que la derrota: no volver a participar del juego, no jugar siempre de nuevo una vez más. La trampa es una desigualdad de origen que ocasiona, más allá de una identidad falsa o que no coincide con la diferencia que representa, el tan temido, esperado y a veces diferido golpe de dejar de jugar, cosa que en cierto modo es un acontecimiento del pasado, cuando la ganancia primó sobre el juego. El juego que vuelve y gracias al cual sobreviven los mejores pero porque cambian, sus nombres y rostros difieren cada vez, pues los más conocidos van y pierden y en cambio llegan los desconocidos y ganan: qué cosas ocurren, cómo limpia el ambiente el juego, qué sorpresas, qué imprevistos, qué crisis nos esperan. Vuelve la emoción de lo nunca visto, lo que ya nadie sabe de antemano, lo casi olvidado: el único genuino y auténtico espectáculo. 

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