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De fábula

La muerte no es nada y, sin embargo, cuánto llanto, cuánta incomprensión le acompaña: en efecto, la muerte parece el fin de todo, pero en realidad es como el comienzo de la vida de verdad, un salto inesperado, un tránsito especialmente feliz en nuestros días: el hombre es trascendente, el hombre es divino --también la mujer: no tiene más que abrazar la buena vida cristiana en una decidida sumisión al señor gracias a la cual conocerá una muerte gozosa, no sólo una vida entusiasta: no son pequeños los beneficios, ninguna esclavitud asegura tan bien la supervivencia. Porque es en verdad una súper vivencia: la muerte parece la negación del yo, la pérdida definitiva de la conciencia y, en fin, la desaparición de la identidad, pero en absoluto lo es. La muerte es más bien el fin de la amenaza de la nada que pesa sobre lo que para nosotros lo es todo: la vida es un camino lleno de dificultades y zozobras en el que uno no sabe muy bien quién es o, si lo sabe, también debe saber al mismo tiempo que puede dejar de serlo en cualquier instante, pues la construcción del hombre no es nada sin los sólidos e inamovibles fundamentos que le proporciona el más allá: ¿qué soy yo, qué es la conciencia, fuera de Dios? Ni siquiera una ruina, sino un edificio que no puede sostenerse en pie sin temblar, agitado como por un terremoto cada vez que le roza el aire de la vida ante el cual uno vuelve a ser uno y no está acostumbrado a afrontar tamaña indeterminación, tal vuelta a sí mismo, retorno accidentado del que algunos quisieran hacer su caldo y su sustancia a una inconsciencia o una consistencia de la que no hay memoria pero, por otra parte, no quisiera tener más que recordar: nada de yo, nada de conciencia, nada de Dios, el edificio es infinitamente menos importante que el terreno y el constructor. Pero no pasa nada, el viejo trance lo domina todo, el hombre no cae a un lado del camino sino que culmina el viaje que le conduce al ser y le garantiza ser el mismo en la vida que en la muerte: quién soy yo es el tipo de pregunta que logra responderse a sí misma nada más plantearse: yo soy yo --pero solamente lo seré de modo exacto y riguroso si me lo asegura el ser que es el que es: yo soy yo, porque Él es el que es, o sea. En este espectáculo antiguo y, sin embargo, no tan remoto como para ser pagano, nuestra figura tan cantada y tan llorada, y posiblemente tan incomprendida, que en vida no fue nunca idéntica, pues fue muchas y diversas y vivió varias vidas, en muerte es ya para siempre la misma, una gota de rocío congelada a mil grados de temperatura bajo cero: misterio resuelto, vida apaciguada, una identidad fabulosa, la del hombre y la de la mujer, pues no hay aquí distingos, ha alcanzado el cierre perfecto, la perfección absoluta, el absoluto blindaje, y a partir de este instante inverso de detención en el tiempo e inmovilización en el espacio brilla la luz y reina el sol tanto en la tierra como en el cielo. El infierno, que es el lugar al que caen todos cuantos han perdido la identidad tan arduamente construida y tan naturalmente ingeniada, ha dejado de amenazar, por fin, a nadie: quien no goza no sabe, todavía, nada.

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