Blogia
http://FelipeValleZubicaray.blogia.com

Mira por dónde Mira por dónde

Querido Savater: yo le aviso, porque quien es importante es usted, no yo, aunque le confieso sin falsa modestia y con bastante más orgullo que poquísimo gusto que incluso yo soy más y mejor que yo mismo, hazaña tan sólo aparente que creo en su caso suficiente y hasta necesariamente al alcance de usted y, si bien se mira, de cualquiera. Porque ¿quién no es más y mejor que él o, un poco mejor dicho, más y mejor que el mismo de siempre o que siempre el mismo: el único, bueno y verdadero, incluso en persona? ¿Quién no se quiere evadir de esta jaula de oro? ¿Quién no se quiere librar de este traje de madera? ¿Quizá la identidad no es para nosotros, que no tenemos raíces -ni siquiera en el cielo- sino pies y, además, en la tierra, una arquitectura de plomo? Pues para hacerlo o, aún mejor, para evitar que se alce tan colosalmente el yo, basta únicamente con no pretender tanto y conformarse con ser, no más humilde, sino un poco menos que Todo, un poco diferente al Uno… Pero vayamos al grano, le decía que le aviso, querido Savater: no se me ponga triste, que le conozco. Es usted un hedonista como muy pocos, y quizás un estoico como menos aún, pues dígame, si no, cómo se puede soportar el fascismo, el clericalismo, el racismo y otros ismos de la misma calaña, sin acabar loco o asesino -que no son lo mismo, aunque a veces se confundan: hay locos llenos de amor y asesinos reventados de sensatez-, y cómo se puede aprobar al fin el democratismo, el humanismo, el igualitarismo, bien entendidos, por supuesto -todos somos iguales, pero no todos estamos igual, desde luego-, sin perder la cordura, es decir, sin duda lo que nos diferencia. ¿No hay que ser, acaso, un resistente cruzado, se nos diría, de vividor? Porque es usted, don Fernando, un verdadero vividor, hasta me atrevería a decir que un inmoral profundo que, para más inri, da clases de ética, imparte lecciones del demonio, me imagino, y, sobre todo, osa proclamarse, en este mundo en el que hay que sufrir para salvarse -y también para nada, como es lógico- alegre y -tal y como corresponde a caso tan demoníaco- poseído por la más animal alegría cuando lo que es usted de verdad es un inconsciente, pero no en el sentido de lo que le falta o no llega a la conciencia sino en el de lo que surge y le sobra al cuerpo, de la cabeza a los pies y de los pies a la cabeza, para producir la afirmación de afirmaciones de esta cosa tan oscura y desagradable que es la vida: el hombre suda y orina, no digamos ya la mujer, que además sangra. Pero, aún hay más, ha hecho usted de su propia muerte un sueño, o quizás una fantasía, cuando algunos que no quieren ni a los suyos ni a sí mismos más que sometidos -sujetos de tal o cual cosa, soberanos, lo dicen- la sueñan y desean, ¡qué le vamos a hacer!, una realidad no de hoy para mañana, como sería de esperar aunque ni usted mismo lo desease ni siquiera en estos plazos, sino de ahora mismo y ya: pero, y he aquí lo que en verdad cuenta, ¿es que acaso no ha leído usted que la muerte pasa más rápido que el más rápido y lisérgico de los pensamientos? Yo lo he leído, y seguro que no le aventajo a usted en lecturas, ni en escrituras, ni en nada, de modo que la muerte sería lo más parecido a la velocidad pura o el movimiento neto. ¿Para qué preocuparse entonces, si ni un chasquido de los dedos la imagina? Vea cómo es usted efectivamente un niño, querido don Fernando -pues ¿qué es ser niño o, mejor, quién lo es? Creo yo o al menos se me ha ocurrido de este modo que niño no es más que el hombre particular, el hombre privado por excelencia: de ahí que la mujer sea quizá el verdadero secreto de la historia, incluso su arma desconocida y, al parecer, últimamente desactivada (¡y por sí misma!)-, aunque, y observe aquí una nueva paradoja, no es usted demasiado joven, no se crea, para escribir una autobiografía -¿acaso no se trata de la autobiografía de un chiquillo, razonada desde luego, explicando el porqué de aciertos y errores, éxitos y fracasos, por supuesto, pero la de un chiquillo al fin y al cabo, pues también los niños piensan, y qué ocurrencias tienen, por cierto?-, pero me temo que, después de escrita, sea usted demasiado mayor para vivir lo que no se halla escrito: por esta causa le advierto nuevamente que evite ser aún tan vanidoso, recuerde su orgullo y no se humille, pues el hombre y todos estos bultos sospechosos del yo, la conciencia e incluso Dios -que sí que ha muerto y sí que se notan los efectos, pues de hecho algunos se han puesto muy malitos y de ahí que hagan pintadas tan rabiosas como inofensivas y hasta inocentes, con las que muestran que no han entendido nada-, son como el hinchazón que sufre el cuerpo y el espíritu de un niño, una enfermedad demasiado común y corriente que afortunadamente se pasa pinchando y haciendo explotar lo enfermizamente hinchado como si fuera un simple globo de aire en una fiesta para adultos que padecen del sistema nervioso, del locomotor y del auditivo, en la que se hallan prohibidos los ruidos y los pinchazos, quizá porque en el fondo, y en el cielo que los tapa como si se tratara de una protectora y azul lona, no hay más que globos llenos de nada en ella (nada que ver con aquellos cuerpos que se dejan atravesar, pieles y membranas de por medio, para mostrar en su interior la vida). Donde hay juego hay alegría, ya se sabe, y no hay merendola de niños en la que no se acabe haciendo estallar los globos de mil colores que sus padres han encargado para ambientar la cosa, liberando su contenido -el aire al aire- y pasando los jugadores a jugar a otra cosa, porque se acaba la fiesta pero no se acaba el mundo, es decir, el juego y quizá más la alegre inconsciencia que la consciente alegría. Por cierto, la expresión juegos de azar es una redundancia especialmente desafortunada -válida tan sólo para las loterías y apuestas del Estado, el ganador que nunca juega y el no jugador que siempre gana… claro que perdiéndose el juego-, porque si hay juego hay azar y, si hay azar, todas las jugadas nos han de parecer por fuerza chocantes y hasta misteriosas: precisamente lo que choca de las que llamamos previsibles es, en el fondo, su inaudita rareza, su imprevista previsibilidad, en un lugar y un momento dados (y aquí metería yo, qué digo metería, meto ya lo que he creído atisbar en su vida razonada, fuente de no pocos malentendidos, según creo: el deseo de que las cosas fueran, no de otra manera, sino otras, o, simplemente, el deseo de la diferencia que pretendía usted, querido don Fernando, darle o introducirle a las cosas que pasaban: porque lo propio de este deseo de la diferencia no es desear lo que difiere, sino que es precisamente lo que difiere lo que desea. Del mismo modo que la voluntad de poder no es el deseo del poder, sino el poder del deseo: razón por la cual algunos pierden siempre, quizá porque no se hallan dispuestos a jugárselo todo). Cuestión que estima uno muy distinta es la existencia de una jugada verdaderamente feliz y dichosa…

En cuanto a mí, no creo que me humille -por lo demás, mi vanidad es demasiado mía: a efectos públicos prácticamente inexistente- si se reconoce uno heraclitiano, nietzscheano, unamunesco -nunca llegué a más, tal vez como el propio don Miguel-, deleuziano -el que repite de nuevo la visión de una película o la lectura de un libro es, tal vez, para que la vean o la lean hasta los ciegos, es decir, para y porque marca la inagotable diferencia incluso entre los que gozan de la mejor vista-, savatérico -que consistiría en una más o menos equilibrada mezcla de amor, humor y furor-, presocrático, no socrático y, lo que creo resultaría mucho más importante para mí y, a mi entender, para todos, postsocrático, entre otras razones, y he aquí la de mayor peso, porque no le queda más remedio, pues ha nacido después, en algunos casos bastante después, incluso en una época que desgraciadamente no es la misma, cuando el pensamiento ya se había producido, porque lo demás no es pensamiento desde luego, y ya se habían echado los dados: dígame otra vez, si no, cómo se entiende que aquel mínimo aforismo (género mayor en el que uno no es justamente pequeño) “los hombres no tenemos raíces sino pies”, el que estas líneas perpetra lo haya leído hace muy pocas fechas en no recuerdo qué periódico referido a ya he olvidado qué texto de vaya uno a acordarse de qué famoso escritor -maldita cabeza … no sé yo si la mía-, cuando a uno se le había ocurrido hace ya años y tal constaba en el bendito y al parecer inoperante o al menos demasiado poco vigilante registro de la propiedad intelectual (será que allí no leen). ¿Qué ocurre aquí, entonces: el autor es él -sea quien sea-, lo soy yo -que no soy el que es, pero sé más o menos quién soy-, lo somos los dos o no lo es ninguno? ¿El autor es el que más rápido saca… la edición? Porque en este caso uno no es autor de nada, quizá ni siquiera de lo que ahora escribo y desconozco si publicaré, y no existo: pero no es tal mi idea de la verdad profunda, de la superación genuina del concepto de la autoría… ¿O la idea del hombre con pies en vez de raíces es, simplemente, la de alguien que, nunca mejor dicho, anda por ahí? Pero, en fin, sea ello lo que fuere, quiero creer, querido don Fernando, que en el fondo estará usted conmigo en que la paradoja del pensamiento es que cualquiera piensa -¡cualquiera piensa, qué miedo!- y cualquiera es capaz de tener cualquier idea, desde la más elevada o ligera hasta la más rastrera o pesada -unos tienen más de un tipo que de otro, por supuesto, y hasta ha habido quien ha tenido nada más y nada menos que ideas puras-, sin que se pueda hablar con rigor de una inteligencia o una propiedad que le hiciera a él sujeto, dueño y autor del pensamiento en cuestión (ni siquiera se le puede atribuir esta cualidad al villano de las ideas más bajas o de las otras, los dioses le bendigan, ya que todos los demonios le protegen). En realidad todos los nombres a que he aludido, más otros muchos, aunque quizá no tantos como los que se hallan en nómina, son los nombres propios del pensamiento, de modo que se podría señalar que todos y cada uno de ellos son, o quizá somos -uno en la exigua y empecinada medida en que se quiere-, discípulos del acontecimiento de pensar y, quizá, sus personajes más emblemáticos, más queridos. Pero ¿y los de la vida, los que nos pueden servir, no sirviendo a nadie, claro está, después de este tiempo en el que quizá no habido ni hay en el mundo moral, ni ética, ni nada, quizá ni siquiera un esfuerzo individual y colectivo para llevar una vida buena, feliz, virtuosa y bella -tras la que llega la muerte-, sino tan sólo el poder, el que está ahí, por todas partes, tirado en el suelo, por los suelos, oscuro y fascinante como un misterio -más aparatoso que real, sin embargo-, y unos lo agarran y se ensucian las manos y otros no se limpian y sus manos tampoco lo agarran? Usted, querido don Fernando, ha hecho memoria, que no es una cosa que se tenga sino más bien otra que como en su caso se hace -yo creo que no se tiene ni la memoria de los besos más apasionados (pues de un modo u otro se sigue besando) que se han gozado ni la de los golpes más violentos (ya que se sobrevive a ellos) que se han sufrido-, y también pensamiento, que no es otro que el que se produce, cuando lo hace y como lo hace, en uno más o menos abierto a lo que ocurre y obligado a servirle de inestable asiento y paso seguro, pero ¿y la vida, la vida que no hay más que la que se forma y quizás a la que se da forma, sin que haya dios ni hombre al que pertenezca como entre nosotros ocurre entre la tierra y su propietario, el cual tiene la ventaja sobre otros símiles menos opacos de que su propiedad no le habla, al menos en un lenguaje que él entienda y admita? Yo, en cambio, admito por completo que no amo la vida, ni al ser, ni al hombre, ni a Dios, ni a mí mismo, ni nada: amo tan sólo, única y exclusivamente, los acontecimientos, y espero hallarme a la altura, que no es fácil. ¿Será que soy tan inconsciente como usted, por no decir tan confesadamente alegre? Se diga lo que se diga, querido Savater, el estado consciente le parece a uno que es en verdad el dolorido y quejoso, el desgraciado y sufriente, y, aunque de que está salpicado aquí y allá de satisfacciones -el placer extraído, la recompensa ganada, el deber cumplido- no me cabe duda, y mejor que sea de este modo porque, si no, se revuelve contra la vida culpando a los que viven felices y despreocupados de ser unos inconscientes, y tachando a lo inconsciente mismo de puro ser sin conciencia, negatividad bruta, inhumanidad completa, no deja de ser lo que es y quizá lo sea aún más si mantenemos que la inconsciencia no es otra cosa que el mal nombre dado a un fenómeno superior de la energía, de la intensidad, del arrojo -ahí fuera, arriba, encima-, o que en realidad es la actividad en sí misma del cuerpo o el cuerpo mismo, en su valor más alto y, sin embargo, más desconocido, cuando no directamente despreciado. Pero no, no me engaño, don Fernando: aún somos demasiado conscientes, demasiado demasiado, yo diría, de modo que acaso sea imposible que terminemos nuestros días con lo que se conoce como la cabeza perdida, una risa loca irresistiblemente contagiosa en los labios y una alegría en el cuerpo que ni por qué ni para qué, pues todo le sobra y nada le basta, todo lo cual quizá le hiciera justicia a nuestro júbilo deseado y nuestro intempestivo contento, porque nadie que yo sepa es capaz de sostener durante mucho tiempo este trágico y alegre final que hay que verlo para conocerlo y saber que es realmente indescriptible y no vale más que para vivido. Mientras tanto, y puesto que de este estado quizá se vuelve siempre a la normalidad más tranquilizadora y espantosa, ojalá que en un San Sebastián que ya no será el mismo, ni falta que tuviera, usted, en plena posesión de sus facultades físicas y mentales, un día muy lejano como de otro lugar, frente al mar en que los niños eternamente juegan, ante ella -a la que también ama el que ama la vida-, escuche como de su boca, pero no de toda ella, que es usted muy grande, una especie de juicio, ni final ni inicial ni siquiera intermedio -sino mucho más sorprendente e inquietante-, que más o menos dijera, extraña sentencia desde luego: “¡Sí, te quiero! ¡Todo está bien, de nuevo! (Me salió, a este inconsciente, digo -qué terror, qué maravilla-, una rara, casi desconocida musiquilla.)” Yo, desde luego, me entusiasmo, incluso creo que tengo un no sé qué de cristiano, no sé si me explico…

Al fin y al cabo, y quién sabe si porque no se vive como se escribe y por tanto se muere de cualquier manera, escribir no sirve de nada, ¿no es cierto?

0 comentarios