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Catalanes y españoles, sí.

La dialéctica ignora el arte del color, es una chapucera: enfrenta el blanco al negro, cuando el negro y el blanco son neutros, puros, pero los enfrenta, les dota de una carga, les carga de polaridad: trabaja con un blanco y un negro, que lo mismo podrían mudar en amarillo y rojo, o rosa y naranja, o cualquier otra pareja de colores, a los que podríamos describir cultural o simbólicamente como racistas: un blanco y un negro que detestan y rechazan a su contrario, y que lo hacen precisamente porque lo convierten en contrario, cada uno de los cuales hallaría la solución a esta tensión que les enfrenta en el blanqueamiento o ennegrecimiento respectivos del otro, momento en el que la dialéctica triunfaría cesando y cesaría triunfando al ser aceptado por ambas partes, sin convicción pero obligatoriamente, el gris de resultas gracias al cual cada uno seguiría soñando la aniquilación del otro según su matiz o, mejor dicho, su matriz: la condición indispensable es, por supuesto, además de lograr un blanco suficientemente ennegrecido y un negro suficientemente blanqueado, mantener un blanco y un negro racistas, conservando la impureza de ambos, su carga dialéctica, su dialéctica polaridad, y expulsando al color del color: momento en que todos los colores de la paleta serían ya marginales. Porque en el fondo la dialéctica ha de seguir gobernando, chapuceando en el mundo del color cuyo arte desprecia tanto como desconoce, cargándose colores que no puede eliminar sin eliminar su poder: la famosa síntesis, la carga de la prueba, el modo de poder --y de poder, sobre todo y ante todo, apartar del campo de juego e incluso de lucha a los artistas que dominan las mezclas y la creación de un mundo de diferencias sin oposición.

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